Guayabera forever
"Disculpen la
pequeñez"

Antes de ser Guayabera
Sucia, Guayabera Sucia tenía dos nombres. El primero de nacimiento en una
familia de catorce hermanos, refrendado ante pila bautismal chinchana empapada
en ascendencia genovesa afín a la ópera y el trino lírico: Rodolfo Rumildo
Curotto Cruzado. El segundo, Álvaro González, era un supuesto homenaje a un
tenor chalaco digno de mayor renombre aunque en secreto lo que quería ese
seudónimo era evitar la posibilidad de una rima infame con la última sílaba de
su apellido italiano[1].
Antes de ser
Guayabera Sucia, Guayabera Sucia era puntal del radioteatro peruano, donde su
timbre de voz imponía gravedad a los pormenores melodramáticos. Su tesitura
barítona complementaba además las abrasivas cuerdas vocales de su colega
Fernando Farrés cuando juntos componían el dúo Los Michis, interpretando con
excelencia sentimental las composiciones del maestro Agustín Lara y afines. Los
Michis se llamaban así tanto por las corbatas que usaban como por la similitud
de su canto con los aullidos de los felinos en celo.
Antes de ser
Guayabera Sucia, Guayabera Sucia era maestro de teatro en el Mercedes Cabello
de Carbonera y el Alfonso Ugarte. Allá por 1968, remontando las crispaciones
propias de un régimen militar, el profesor Curotto se valía de una maqueta de
cartón con figuritas a escala para explicar el misterio del escenario, los
secretos de la tragedia y la comedia, las grandezas griegas legadas a la
humanidad, resumidas en la profundidad filosófica replanteada por la escuela
Ferrando, esa galaxia inagotable, en la diferencia entre un desnudo griego y un
cholo calato.
Cuando ya era
Guayabera Sucia, Guayabera Sucia tenía un auto. Un Dodge también amarillo, en
cuya maletera transportaba el preciado soporte material que hacía posible el
desarrollo de su vena histriónica: quesos frescos que comercializaba con gran
habilidad en La Parada. Cuando peatón contaba con un maletín estilo James Bond,
donde entraban cómodamente dos moldes de queso, así como peines, libretitas,
lapiceros y demás cautivantes baratijas que le permitían seguir siendo actor y
profesor por amor al arte y gracias al auspicio cómico de Guayabera Sucia.
Siendo Guayabera
Sucia, Guayabera Sucia no tenía televisor, prefería escuchar música clásica.
Seguía siendo el apasionado de la cultura helénica, el rito mágico de Dionisio,
dios del vino y el teatro, un caballero a la altura de su señorío vocal y
catedrático del arte escénico aun bajo condiciones extremas. Tales como el
sketch de “La banda del Choclito”, donde derrochaba estoicismo y compostura en
su fina caracterización del ladrón incompetente y desaseado cada vez que el
acondroplásico Petipán le tiraba una cachetada con el puñito cerrado aplicando
method acting al papel de Choclito. O cuando el locutor en off se regodeaba al
describir la falta de higiene del personaje Guayabera Sucia señalando, por
ejemplo, que era tan sucio que al llevar su guayabera a la lavandería le
preguntaban si la lavaban o la freían.
Y Guayabera Sucia,
incólume, se mantenía en el personaje, reprimía la risa, pensaba en
Aristófanes, en sus quesos y en su Dodge. Murió sin TV, sin plata, sin enemigos
ni agradecimientos. Morir es fácil, lo difícil es hacer comedia. Guayabera
Sucia murió limpio.
[1] “Curotto, bésame
el poto”, según reveladora entrevista de Eduardo Abusada: http://tinyurl.com/juk27cp.
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